Fanfic: Los días más felices de Mérope

Se habían ido. Ella apenas podía creerlo, pero era cierto. Su padre y su hermano, dos de los tres hombres que dominaban su vida, la habían dejado al fin sola. Los Aurores habían irrumpido en su deteriorada casa en Pequeño Hangleton y se los habían llevado a Azkaban.

Mérope había pasado horas acostada en su cama, tras la aterradora aparición de los Aurores. La joven estaba hecha un ovillo entre las sábanas de color indefinido, incapaz de decidir qué hacer. Durante toda su vida su padre y su hermano le habían dado órdenes. Ellos la hacían levantarse de su cama, cocinar el desayuno, el almuerzo y la cena y limpiar la casa, y luego la mandaban a la cama. Ella jamás se rebelaba, a menos que enamorarse de Tom Ryddle pudiera considerarse una rebelión.

Ella había visto a Tom por primera vez cuando el joven hijo del mayor terrateniente del pueblo tenía quince. Mérope, por su parte, tenía doce años. La chica esperaba que en los seis años que habían transcurrido desde entonces su pasión por Ryddle disminuyera un poco, pero lo cierto es que no hacía más que aumentar. Es posible que eso se debiera a que a medida que la joven crecía, iba comprendiendo lo horrible de sus condiciones de vida y la posibilidad de estar con Tom Ryddle se iba volviendo cada vez más atractiva.

Mérope abandonó la cama tímidamente y se masajeó el cuello, todavía dolorido por efecto de las manos de su padre.

-Maldito sea -susurró, y de inmediato la chica se puso a mirar en todas direcciones, aterrorizada, como si temiera que Sorvolo o su hermano Morfin siguieran en la casa. Pero no estaban. Se los habían llevado a… ¿cómo era que se llamaba ese lugar? Ah, sí Azkaban. El nombre en sí sonaba muy siniestro. Pero era mucho más siniestra la posibilidad de volver a ver a Morfin y a su padre.

-Si de mí dependiera… -dijo, en voz baja- se quedarían allí por el resto de sus vidas -añadió, en tono más alto y firme, sabiendo que nadie la castigaría, que nadie podía escucharla.

Una sonrisa se dibujó en sus labios, que eran la única parte de su cuerpo que le gustaba. Unos labios finos, pálidos y -opinaba ella, aunque nunca nadie se lo había confirmado- muy atractivos para besar.

-Maldito sea mi padre. Y maldita sea esa bestia de Morfin. ¡Malditos sean los dos! -exclamó, para luego soltar unas risitas infantiles, como si fuese una niña traviesa que sabe que nadie la descubrirá. Las risitas se hicieron más y más fuertes hasta convertirse en auténticas carcajadas. Mérope rió y rió a pesar de que lo que había dicho pronto dejó de parecerle cómico, rió a pesar de que le dolía el cuello. No podía parar de reír.

***

La mayor aventura en la vida de Mérope había sido cuando, a poco de cumplir los trece años, se escapó de su casa y entró a los terrenos de la familia Ryddle. Temblando de miedo ante la perspectiva de ser descubierta (por los sirvientes muggles de los Ryddle, o peor aún, por su propia familia), Mérope llegó hasta la Mansión y espió a Tom mientras el adolescente cenaba con sus padres. En aquel momento pudo verlo desde otra perspectiva; porque en todas las ocasiones en que Mérope lo había visto, el hijo de Thomas y Mary Ryddle se comportaba de manera altiva y vanidosa con las demás personas con las que interactuaba. Pero con sus progenitores Tom parecía contento, relajado, amable y respetuoso. Mérope habría dado su mano derecha por estar sentada junto a él, como su novia oficial, charlando con sus padres y tomándolo de la mano por debajo de la mesa.

Pero pronto un ruido la sacó de sus fantasías: los pasos de Frank Bryce, el jardinero de los Ryddle, que probablemente había oído algún ruido extraño y creería que había animales correteando por su huerto. Asustada, Mérope corrió ciegamente, con el único criterio de alejarse lo más posible de los pasos de Bryce, y terminó chocando contra una pared de madera. Como estaba lejos de la casa y sus luces, no comprendió bien qué edificio era aquel hasta que tanteó la puerta y penetró en su interior. El olor le permitió darse cuenta de que acababa de meterse en el establo de los Ryddle.

Mérope se asomó por una de las ventanas y vio como Bryce revisaba el huerto sin encontrar al misterioso animal que creía haber escuchado. El jardinero meneó la cabeza, malhumorado, y volvió a su casita. Aliviada, Mérope se dispuso a marcharse cuando oyó un resoplido. Primero pensó que había otra persona en el establo con ella. No obstante, no tardó en comprender que se trataba de uno de los caballos. Picada por la curiosidad, Mérope encontró una linterna a gas y una caja de fósforos que utilizó para prenderla. Cuidando de mantener la luz lo más tenue posible, para que no la vieran desde el exterior del establo, la joven bruja (o squib, si lo que decían su padre y su hermano era cierto) se acercó a los animales y pudo distinguir entre ellos al hermoso caballo castaño de Tom. Mérope se aproximó a él y lo acarició suavemente, comprobando que su dueño lo cepillaba con frecuencia. Cuando el animal le tomó algo de confianza, Mérope se atrevió a apoyar su cabeza sobre su pelambre y aspirar el olor de su crin.

En aquel momento la joven sintió como si estuviera abrazando simbólicamente al propio Tom. Por eso no le importó cuando, al volver a su casa, su padre, que había descubierto su ausencia, la azotó sin piedad. Y por eso no fue nada extraño que cuando, años más tarde, ella fabricó Amortentia por primera vez, el olor del caballo de Tom estuviera entre los aromas que Mérope podía oler en la poción.

***

Mérope había descubierto en el cuarto de su hermano un montón de libros de magia. Se trataba de ediciones viejas y desactualizadas, pertenecientes al último Gaunt que había asistido a Hogwarts, en la década de 1840, pero le fueron muy útiles. Sin la presión de su padre y su hermano, Mérope aprendió, entre otras cosas, a hacer hechizos de limpieza que mejoraron un poco el aspecto interior de la casa. Y si bien no podía crear comida con su varita, podía cocinarla. No pasaba por dificultades económicas, en parte porque el escaso dinero que su padre tenía acumulado alcanzaba y sobraba para mantenerla a ella sola y en parte porque Mérope lo administraba mejor. La joven comenzó a dejarse ver en Pequeño Hangleton cuando iba a hacer las compras, y si bien muchos cuchicheaban a su paso acerca de «esos locos de su padre y su hermano», a ella la dejaban en paz.

El plan de Mérope comenzó a desarrollarse cuando comenzó a leer el libro de Pociones y, mientras pasaba las páginas, vio las palabras «filtros de amor». Durante la siguiente hora, Mérope leyó fascinada las distintas pociones que hacían que una persona se enamorase de otra. Pasó por alto la advertencia preliminar acerca de que en realidad las pociones no podían crear amor verdadero sino un encaprichamiento que la víctima confundía con amor, y se lanzó de lleno a la cuestión de las diferencias y similitudes, ventajas y desventajas, entre los diferentes tipos de pociones.

La bruja no tardó en llegar a la conclusión de que la mejor de todas era Amortentia, aunque también era la que necesitaba los ingredientes más caros. Mérope hizo de tripas corazón y se permitió el gasto de viajar al callejón Diagon, en Londres, y, después de pasar por Gringotts e intercambiar sus libras muggles por dinero mágico, comprarse todos los ingredientes. El resultado fue que le quedaron menos de cien sickles. Era imprescindible, pensó Mérope, llevar adelante su plan en menos de una semana, porque después probablemente se moriría de hambre.

Mérope había reparado una vieja mecedora y, cuando logró preparar la poción, la llevó a la puerta de su casa y se sentó en ella. Tom Ryddle pasó por allí en los dos días siguientes, pero estaba acompañado por su amiga Cecilia, de modo que Mérope se limitó a sonreírles y desearles buenas tardes. La primera vez Ryddle y Cecilia parecieron sorprendidos y contestaron saludando con la cabeza. La segunda vez se mostraron más locuaces, aunque altaneros. Pero al tercer día, para deleite de Mérope, Tom vino solo.

-¡Buenas tardes, señor Ryddle! -lo saludó- Veo que la señorita Cecilia no lo acompaña hoy.

-Buenas tardes, señorita Gaunt -dijo Tom, deteniendo su caballo-. La señorita Cecilia sufrió una insolación ayer, una hora después de que pasásemos por su casa.

-Espero que no sea nada grave -replicó Mérope.

-Fue solamente el clima; estoy seguro de que mañana estará perfectamente repuesta.

-Es cierto, este verano hace demasiado calor. Uno no puede estar tantas horas haciendo ejercicio al sol -dijo Mérope-. Al menos no sin beber abundante líquido.

-Tiene razón, señorita Gaunt -dijo Tom distraídamente mientras se secaba el sudor de la frente-. A partir de ahora traeremos cantimploras.

-Pero veo que usted mismo parece muy acalorado, señor Ryddle -dijo Mérope-. ¿Desearía tomar algo fresco?

-Se lo agradezco, señorita, pero no hace falta que se tome la molestia…

-¡Oh, no es ninguna molestia! -dijo Mérope, levantándose de la mecedora y apresurándose a entrar a la casa. Tom, si bien estaba algo fastidiado ante la insistencia de Mérope -no estaba acostumbrado a que discutiesen sus decisiones-, tenía que admitir que necesitaba beber algo.

Mérope no tardó en salir de su casa con un vaso razonablemente limpio, lleno de agua fresca y cristalina. La joven se lo tendió con una sonrisa y Tom lo aceptó.

-Muchísimas gracias, señorita Gaunt -dijo mientras apuraba su contenido.

-De nada, señor Ryddle -dijo Mérope, mientras veía como la expresión del chico cambiaba bruscamente. Los ojos de Tom se dirigieron a los de Mérope y la miraron con una expresión con la que nadie la había mirado antes. Deseo.

***

Un par de horas después, mientras observaba dormir a Tom a su lado y esperaba el momento de despertarlo y hacerle beber otra dosis de Amortentia, Mérope reflexionó. No podía quedarse en Pequeño Hangleton, eso estaba muy claro. Sus padres y los vecinos del pueblo no creerían que un joven tan rico y atractivo como Tom se hubiera enamorado perdidamente de una chica tan fea y pobre como ella. El único lugar donde no los molestarían era Londres. Pero necesitaban dinero… Debían actuar con cuidado.

Mérope decidió que en vez de enviar a Tom a su casa a conseguir el dinero, iría ella con él y se escabullirían dentro juntos. Una persona bajo los efectos de Amortentia era torpe y distraída, incapaz de actuar lógicamente. Ella necesitaría estar todo el tiempo a su lado… cosa que por otra parte no le desagradaba en absoluto.

«Tom es tan hermoso», pensó, mientras le acariciaba el cabello negro. «Espero que nuestros hijos sean iguales a él. Vamos a ser tan felices juntos…»

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Autor Cepion

Argentino, nacido en 1986.

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