Fanfic: Las treinta y cinco libras

 

[ADVERTENCIA: Si bien este relato trascurre en 1971 y 1994, contiene sutiles spoilers de HP7. Si no has leído el séptimo libro, tal vez no te convenga leerlo.]

7 de junio de 1994

Severus Snape estaba muy malhumorado. Las esperanzas que había concebido y albergado la noche anterior se habían desvanecido por completo.

Snape había soñado con ver a Sirius Black, el hombre a quien más odiaba en todo el mundo desde que James Potter había sido asesinado, recibir un castigo peor que la muerte, el Beso del Dementor; con ver a Remus Lupin privado no solo de su puesto como profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, sino también de su libertad, en castigo por haber auxiliado a su amigo —y, si las sospechas que Snape albergaba desde los años en que habían sido compañeros en Hogwarts eran ciertas, amante— Black en sus incursiones al castillo; con verse a sí mismo recibiendo la Orden de Merlín por haber capturado a Black y sucediendo a Lupin como profesor de DCAO; incluso soñó con ver a Potter y a sus amigos expulsados del colegio y uniéndose al considerable número de magos y brujas a los que él llamaba despectivamente “autodidactas”, personas que por uno u otro motivo no habían podido recibir una educación formal en Hogwarts o cualquier otra escuela mágica —Rubeus Hagrid era el ejemplo más claro— y habían debido aprender por su cuenta los hechizos más elementales, con resultados deficientes.

Pero en el curso de unas pocas horas, todo había cambiado. Potter, Granger y Weasley habían ayudado a Black a huir del castillo, solo Merlín sabía cómo. El estallido de cólera con el que había reaccionado al escape de Black, presenciado por Fudge, había sido un terrible error, pues había persuadido al ministro de la Magia de que él le guardaba un rencor irracional a Potter (lo cual por otra parte era cierto, aunque Snape habría muerto antes de admitir la irracionalidad de su rencor); ya no podría convencerlo de hacer expulsar al trío. Lupin había logrado salvarse de Azkaban, y el placer que había sentido esa mañana al revelarle a los alumnos de Slytherin que él era un hombre lobo no era nada en comparación con el que habría sentido al hacer que lo encarcelaran por su complicidad con Black. Lupin tendría que renunciar, pero eso no lo dejaba a él en una mejor posición frente a Dumbledore para reemplazarlo al frente de la materia.

Y lo peor de todo era lo de su varita.

Cuando Snape recuperó la conciencia, logró encontrar rápidamente la varita que Lupin había perdido al transformarse en hombre lobo, y fue esa varita la que usó para inmovilizar a Black y llevar a Potter y sus amigos de vuelta al castillo. Entre los objetos que llevaban Black y los chicos no encontró más varitas que las de ellos, de modo que Snape llegó a la conclusión de que su propia varita debía estar todavía en la Casa de los Gritos.

Así que inmediatamente después de desayunar, Snape abandonó el castillo —ignorando por el momento la nota que Dumbledore le hizo llegar por medio de una alumna de Ravenclaw, pidiéndole encontrarse con él en su despacho para hablar de Black y del Señor de las Tinieblas— y se encaminó al Sauce Boxeador, masticando su rabia al tener que volver a esa choza miserable que el viejo director construyó en 1971 porque su noble corazoncito de Gryffindor no le permitió negarle a ese licántropo repugnante de Remus Lupin la posibilidad de estudiar magia junto con los humanos. Maldito Dumbledore. Durante la guerra lo había respetado inmensamente, aún cuando Snape era un Mortífago en cuerpo y alma, pero en estos tiempos de paz lo veía como un anciano ridículo. El Señor de las Tinieblas podía regresar, y cuando eso sucediera y la Orden del Fénix tuviera que ser reactivada Snape se pondría nuevamente a disposición del viejo para todo aquello que él necesitara, pero por ahora podía detestarlo en paz.

En todo caso, lo que peor le caía no era solo haber perdido su varita, ni tener que ir a buscarla a la Casa de los Gritos, de entre todos los lugares, sino el haberla perdido por culpa de tres adolescentes de trece años. Él, que había salido con vida —y con su varita intacta— de tantas batallas difíciles con magos y brujas infinitamente más experimentados, había sido vencido por un pobretón inmaduro, una sabelotodo insoportable y por Potter, para quien no tenía suficientes adjetivos para (des)calificar. Potter, con esa maldita combinación del cabello, las facciones y la miopía del imbécil de su padre con los ojos de su maravillosa madre… Pero no quería ponerse a pensar en Lily Evans —nunca sería “Lily Potter” para él, jamás podría pensar en ella como esposa de James, asociar su nombre al de ese bastardo era como insultar su memoria—, no en esa mañana.

Desdichadamente sus pensamientos se dirigieron hacia otro tema, que si bien era menos doloroso que el recuerdo de la madre de Potter, seguía causándole malestar: su propia madre. Eileen Prince. Una bruja perteneciente a una de las familias de sangre pura más antiguas que se casó con un muggle y fue desheredada como represalia. Snape jamás pudo comprender los motivos de esa unión. Si Tobías Snape hubiera sido un hombre apuesto o adinerado, Severus hubiera entendido que su madre se sintiese atraída por él. Si hubiera sido un mago, habría sospechado que utilizó alguna poción de amor para atraer a Eileen. Pero Tobías era feo, pobre y no solo no era un mago sino que detestaba la magia. En ese sentido le recordaba a su insufrible vecina Petunia Evans, la hermana de Lily. Pero no, no debía desviarse hacia Lily. Mejor concentrarse en su padre, alguien que le había hecho sufrir mucho menos que la menor de las Evans, y a quien odiaba mucho más.

La única explicación que tenía cierta lógica para Severus era que Eileen se enamoró de Tobías por su personalidad. Snape había conocido a los colegas de su padre en la fábrica (y también a sus compañeros de borrachera en la taberna), y todos parecían recordarlo como un gran sujeto, tanto por sus palabras como sus pensamientos. Quizá su actitud hacia Eileen solo se agrió cuando, después de casarse y de quedar embarazada de su hijo, la joven le reveló que era una bruja. Y al comprobar, a los dos años, que Severus había heredado los poderes de su esposa, también pasó a mostrar aversión hacia su hijo. Tal vez la actitud de Tobías hacia su familia se hubiese atemperado si Eileen le hubiera dado más hijos, pero ese no fue el caso. Siempre fueron Severus y Eileen por un lado, vinculados tanto por la sangre como por el hecho de ser magos, y Tobías por el otro, hoscamente aislado de su mujer e hijo.

10 de enero de 1971

Tobías Snape estaba muy malhumorado. Después de otro agobiante día en la fábrica, el gerente lo había convocado junto a sus compañeros y les había anunciado que el pago de su salario se retrasaría una semana más. La economía no marchaba bien, les dijo. Los rostros sombríos y las conversaciones a susurros —casi gruñidos— entre sus empleados eran más elocuentes que cualquier grito de protesta. Se avecinaba una huelga.

Ese tipo de protesta en sí no era algo que le molestase a Tobías. Lo que sí lo sacaba de sus casillas era el hecho de tener que estar todo el día en casa con su esposa y “el chico”, como siempre llamaba a su hijo Severus. El solo hecho de verlos juntos, murmurándose secretos sobre esa… esa cosa que compartían, lo irritaba sobremanera.

Y lo peor de todo era que el día anterior había sido el cumpleaños del chico. Once años.

Eileen le había advertido que pasaría, pero cuando vio entrar a la lechuza de Hogwarts por la ventana y posarse sobre la mesa, a centímetros de la torta de cumpleaños que había comprado su mujer, soltó un bramido de frustración, se levantó y salió del comedor dando un portazo. Se sentó en su cama y escuchó a su mujer y al chico hablar en voz baja; no podía escuchar las palabras exactas, pero sabía que estaban conversando sobre ese maldito colegio. Gracias a Dios que no era una escuela privada, por la que hubiera que pagar un arancel, y que había un fondo para aquellos alumnos que no podían pagarse sus libros, su uniforme y su —Tobías hacía una mueca de asco tan solo de pensar en esa palabra— varita. En las raras ocasiones en que Eileen se atrevía a hacer magia delante de él, Tobías quería tomar ese palo y romperlo en mil pedazos, convertirlo en astillas y quizá convertir de esa manera a Eileen en la mujer con la que se había casado; una mujer normal, no muy atractiva, pero sumisa y agradable. La clase de esposa que él quería, no un fenómeno de circo.

En el mismo momento en que llegó a la Calle de la Hilandera y apoyó la mano en el picaporte de la puerta de su casa, decidió que no quería estar allí. “Mejor voy a la taberna”, pensó inmediatamente. Aún le quedaban cuarenta libras esterlinas, podía permitírselo.

De modo que el malhumor de Tobías cedió un poco cuando entró a su vivienda y, tras dirigirle un lacónico saludo a Eileen, que estaba planchando, e ignorando la presencia de Severus, entró al dormitorio y abrió el placard. En medio de una pila de suéteres encontró la vieja caja de chocolates —recuerdo de sus años de noviazgo con Eileen— y la abrió, solo para encontrarla vacía a excepción de un billete de cinco. Las 35 libras restantes habían desaparecido.

—¡Eileen! —llamó Tobías a su esposa. La bruja colocó la plancha en posición vertical encima de la tabla y se dirigió al dormitorio.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—¿Dónde está el dinero?

—¿Qué dinero?

—¡Faltan treinta y cinco libras que tenía guardadas en la caja, tonta! ¿Dónde están?

—¡Ah, eso! —dijo Eileen, tratando claramente de simular una tranquilidad que no sentía— Las tomé hoy a la tarde. Necesitaba dinero para comprarle su varita a Severus.

—¿Qué? ¿Me robaste? —dijo Tobías, acercándose a su esposa un par de pasos.

—¡No digas bobadas, Toby, ese dinero es de los dos! Tú nunca me lo escondiste; recuerdo que siempre guardabas y sacabas los billetes de esa caja delante de mí.

—¡Sí, pero jamás te dije que podías usarlo tú, estúpida! ¡Sobre todo para malgastarlo en algo que podrías haber conseguido gratis! ¿Acaso no hay un fondo especial para los niños que no pueden pagarse sus… sus cosas del colegio?

Eileen, casi inconscientemente, alzó la barbilla en un gesto de soberbia aristocrática.

—Eso es para los niños huérfanos, o cuyos padres son muggles demasiado pobres como para hacer ese gasto y que al no ser magos desconocen la importancia de la varita. ¡Ningún mago que tenga un mínimo de orgullo permite que Hogwarts pague por las varitas de sus hijos! Pueden usar ese fondo para todo lo demás, los libros, la túnica, los guantes, el sombrero, ¡pero jamás para la varita! ¡Es un signo de debilidad, un signo de que los hijos de uno están totalmente librados a su suerte!

—¡No me vengas con esas idioteces! ¡No estás en Picadilly con tus familiares ricachones, estás en la Calle de la Hilandera con tu esposo que hoy, otra vez, no cobró su sueldo del mes pasado en esa fábrica de mierda!

—¡Pues claro! —exclamó Eileen con desprecio— ¿Cómo esperar que un muggle ignorante como tú entienda algo sobre mi mundo, el mundo de mi hijo? ¡No, el señor solo quiere sus treinta y cinco libras para poder embriagarse con los buenos para nada de sus amigos en esa taberna mugrienta donde los atiborran de una cerveza negra que probablemente rebajan con orina! ¡Eres un fracasado!

Y tras espetarle esas palabras, Eileen le dio la espalda, con la intención de volver a planchar. Pero de pronto, la fuerte mano de su esposo la tomó del brazo y la arrojó sobre la cama.

—¡PUTA LADRONA! —fue lo único que le gritó Tobías antes de darle un puñetazo en el estómago con todas sus fuerzas y dejarla sin aliento para gritar o suplicarle. Acto seguido le dio una bofetada en el rostro y aprovechó el aturdimiento de su esposa para quitarse el cinturón. Eileen levantó la mirada justo a tiempo para ver a Tobías alzar el cinturón y dejarlo caer sobre su cuerpo como un látigo.

Llegó a darle cinco golpes, que a Eileen le dolieron como si hubieran sido el triple, antes de que un rayo de luz roja lo golpease en el hombro izquierdo. La fuerza del hechizo lo empujó contra el armario, pero Tobías no sintió el impacto de la madera contra su cabeza —impacto que le dejaría un chichón a la mañana siguiente— pues quedó inconsciente apenas el rayo lo tocó.

El pequeño Severus estaba de pie en el marco de la puerta, con su varita levantada y mirando a su padre con un odio que espantó a Eileen muchísimo más que la violencia empleada por su marido segundos antes. La madre de Severus temió seriamente por la vida de su esposo en esos momentos, y lamentó no tener su propia varita a mano para detener a su hijo si intentaba algo más. Pero luego Severus desvió la mirada hacia ella, y todo el odio desapareció, siendo reemplazada por cariño y aprensión.

—Mamá, ¿estás bien? —dijo, soltando su varita y corriendo hacia ella. Si bien Eileen no se sentía con fuerzas como para levantarse de la cama, fue capaz de sentarse. Su hijo no podía verla así.

—Lo estaré cuando me traigas mi varita, Sev —dijo Eileen, acariciándole el hombro. Obedientemente su hijo buscó en un cajón la varita y se la entregó a la bruja, quien utilizó algunos encantamientos para curarse las magulladuras que le produjeron los puños y el cinturón de su esposo. Luego levantó a Tobías con un Mobilicorpus y lo depositó sobre su cama.

Madre e hijo salieron de la habitación y retornaron a la sala de estar, donde Eileen miró a su Severus fijamente a los ojos y le dijo:

—Escúchame con mucha atención. Te agradezco lo que hiciste por mí, pero no quiero que jamás se repita, hijo.

—¿Por qué? —preguntó Severus, sorprendido y dolido, como si acabaran de reprenderlo.

—No quiero que salgas lastimado. Si alguna vez vuelves a atacar a tu padre, ya sea con magia o sin ella, él… él podría enfadarse mucho. No quiero que te pase nada.

—¡La próxima vez, lo mataré!

—¡No! ¡La próxima vez te quedarás en tu cuarto hasta que todo haya pasado, ¿me entendiste?! —dijo Eileen, tomando a su hijo del brazo casi con tanta fuerza como Tobías la había sujetado a ella— Quiero oírte decirlo, Severus. Di que lo entiendes.

—Entiendo —dijo el chico.

—Prométeme que no vas a volver a intervenir en ninguna disputa entre tu padre y yo.

Severus se quedó callado, mirando con ofuscación por momentos a su madre y por momentos a la puerta detrás de la cual estaba su odiado padre.

—¡Prométemelo! —gritó Eileen.

—Lo prometo.

La bruja se tranquilizó un poco y soltó el brazo de su hijo.

—Buen chico. Ahora sigue leyendo. En unos meses estarás en Hogwarts y olvidarás todo esto.

7 de junio de 1994

Mientras recordaba ese episodio, Severus llegó por fin a la entrada de la cueva, custodiada por el Sauce Boxeador.

Detestaba ese túnel con toda su alma. Ese era el lugar donde había visto por primera vez a un hombre lobo, una visión que había poblado sus pesadillas durante meses; el lugar donde —¡cómo odiaba pensar en eso!— James Potter le había salvado la vida. Y por más que él tratara de convencerse de que Potter había actuado por pura cobardía, en el fondo sabía que tenía una deuda con ese Gryffindor prepotente y vanidoso que le había robado a Lily Evans. Una deuda que nunca había podido pagarle.

Snape pensó en utilizar un Wingardium Leviosa para desactivar el Sauce y entrar a la Casa de los Gritos, pero cuando miró las sombras del túnel, se sintió incapaz. La oscuridad nunca le había dado miedo; era imposible tenérselo, habiendo pasado tantos años en las mazmorras de Slytherin. Pero esas sombras… Había algo que no le gustaba en ellas.

De modo que levantó la varita de Lupin, la apuntó hacia el túnel y gritó:

—¡Accio varita!

Y casi enseguida la varita que le había comprado Eileen Prince a su hijo en 1971 salió volando del túnel, demasiado rápido como para que el Sauce Boxeador la golpeara con sus ramas, y terminó en la mano de Severus. El profesor de Pociones sintió un agradable calor al volver a tocarla, y se alegró de poder guardarse la varita de Lupin en el bolsillo. Cuando volviera al castillo, decidió, enviaría a Neville Longbottom al despacho de Lupin a devolverle su varita; sería un buen castigo por lo del boggart hacer que ese muchacho tan torpe y cobarde tuviera que estar a solas con quien ahora todos sabían que era un hombre lobo.

Con ese pensamiento en mente, Snape le dio la espalda al Sauce Boxeador, deseando ardientemente no tener que entrar nunca más a la Casa de los Gritos.

[NOTA 1: El autor del dibujo es XiaoGui.

NOTA 2: Según se nos cuenta en Harry Potter y la Piedra Filosofal, el precio de una varita mágica de Ollivander es de siete galeones. Rowling ha revelado que un galeón equivale a cinco libras esterlinas, con lo cual el precio en moneda muggle de una varita sería de 35 libras.

NOTA 3: El miedo que siente Snape hacia las sombras del túnel no se debe a ninguna clase de magia oscura ni a que haya algún villano o algún monstruo escondido en él. Es más bien un presentimiento de que algo muy malo le sucederá si entra nuevamente en la Casa de los Gritos.]

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Autor Cepion

Argentino, nacido en 1986.

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