Fanfic: El coleccionista

Colin Creevey, Fan Fiction, Mortífagos

Manila, Filipinas, 2005

Gloria tenía cuatro reglas con sus clientes. Primera, nunca aceptaba ir a sus casas. Si querían estar con ella, debían llevarla a un hotel. Segunda, nada de alcohol ni drogas. Prefería mantener la cabeza despejada. Tercera, las citas eran concertadas por teléfono, y antes de ir al hotel debían encontrarse en un lugar público. Cuarta, no aceptaba ser besada o besar a su cliente en la boca.

Su cliente aquella noche era un extranjero, occidental, de mediana edad, elevada estatura, cabello rubio con algunas canas y unas pocas arrugas alrededor de sus ojos. Gloria, después de veinte años en el negocio, sabía formarse primeras impresiones muy certeras sobre los hombres. “Un criminal”, pensó apenas puso sus ojos sobre él. “Quizá un matón a sueldo o un narcotraficante. Probablemente haya matado a alguien. Me mataría sin vacilar si me considerara una amenaza, pero no lo haría por mero placer. Solo quiere sexo.” Normalmente habría dado media vuelta y habría regresado a su casa, pero en los últimos tiempos se le hacía cada vez más difícil llegar a fin de mes. Los alquileres en Manila eran muy elevados, y su hija estaba a punto de empezar el colegio; tenía que comprarle libros, útiles y el uniforme. Necesitaba el dinero.

Así que se acercó al hombre con su mejor sonrisa y le preguntó si él era Danny.

Menos de media hora después, Danny y Gloria caminaban por el pasillo de un hotel cercano, iluminado con frías luces fluorescentes. “Solo será una hora”, se prometió a sí misma Gloria. “Si me pide quedarme más tiempo le diré que tengo otro compromiso”. Danny utilizó la tarjeta para abrir la puerta de la habitación, y le cedió el paso. Gloria se sintió muy incómoda teniéndolo a sus espaldas, pero fue solo por unos segundos. Danny cerró la puerta y, sin hacer comentarios, comenzó a desabotonarse la camisa. Solo había llegado al segundo botón cuando sus manos se detuvieron, y sus ojos se clavaron en algo situado a espaldas de Gloria. Antes que ella pudiera preguntarle qué sucedía, Danny se llevó la mano al bolsillo en un veloz movimiento; la mujer supo inmediatamente que iba a sacar un arma, y se arrojó al suelo esperando escuchar un disparo.

Pero en vez de eso, un haz de luz atravesó la habitación y golpeó a Danny en el pecho, haciendo que se desplomara en el piso. Gloria se dio vuelta hacia el lugar de donde había salido aquella luz, y vio una mano suspendida en el aire, sujetando una vara de madera. La mano se movió y le apuntó a ella con aquel extraño objeto. Hubo un segundo haz de luz cegadora, y luego todo fue oscuridad.

***

Lo primero que notó Thorfinn Rowle fue el movimiento del bote. Recordaba haber hecho un viaje en el yate de unos amigos de sus padres cuando era niño, y si bien eso había sido décadas atrás, la sensación de inestabilidad que le causaba estar a bordo de una embarcación en alta mar le resultó inconfundible. Intentó incorporarse, pero no pudo. Sus brazos y piernas estaban extendidos y amarrados a lo que parecía ser una cama de piedra; como las luces estaban apagadas, no podía darse cuenta de nada.

De pronto, alguien las encendió. Rowle parpadeó durante unos cuantos segundos, deslumbrado por el resplandor blanco. Cuando se habituó a la iluminación, vio que frente a él estaba sentado un joven de poco más de veinte años, cabello castaño, tez muy pálida y de corta estatura.

—No creo que le importe mucho —dijo el chico—, pero su… acompañante no ha sufrido el menor daño. Le borré la memoria y le pagué la tarifa habitual, con el dinero que encontré en su billetera.

—¿Quién eres? —preguntó Rowle, intentando desesperadamente recordar aquel rostro.

—Me llamo Dennis. Y usted se llama Thorfinn Rowle.

Rowle sintió cómo se le ponía la carne de gallina. Hacía años que nadie lo llamaba por su verdadero nombre. Había pasado casi una década viajando como muggle de un país a otro sin que nadie cuestionara su identidad. En su pasaporte, figuraba como Daniel Stockton. Abrió la boca para protestar, afirmar que no tenía idea de quién era ese Rowle, que él era Daniel Stockton… pero de alguna manera, las palabras no conseguían salirle. Era como si tuviera la lengua trabada.

—¿Estaba a punto de mentirme, señor Rowle? Me temo que ya le hice beber una dosis de Veritaserum mientras dormía. De todos modos, yo no le pregunté su nombre. Fue una afirmación. Esta —dijo, desabotonándole la muñeca de la camisa y dejando al descubierto su antebrazo— es la única evidencia que necesito.

—¿Para quién trabajas? —dijo Rowle—. ¿Para los Aurores? Te aseguro que puedo pagarte el salario de un año entero si me dejas ir.

—No lo dudo, sé que tiene algo de oro en Gringotts. Esos duendes son muy… leales a sus viejos clientes. Pero me temo que no me interesa su oro.

—¿Qué quieres de mí?

—Esto —dijo, colocando el dedo sobre la Marca Tenebrosa. Si bien el Señor de las Tinieblas llevaba siete años muerto, Rowle seguía sintiendo un hormigueo cada vez que tocaba su Marca. Había intentado de todo para quitársela, o al menos ocultarla por medio de algún encantamiento similar al Desilusionador, pero la magia del Señor de las Tinieblas era demasiado fuerte. Solo podía librarse de la Marca amputándose el brazo. Lo cual significaba…

—No. No, ¡por favor, no! ¡No me cortes el brazo! ¡No lo hagas!

—Hay dos cosas que pienso hacerle, señor Rowle. Voy a quitarle la Marca Tenebrosa, y voy a matarlo. El orden en el que lo haga depende solo de usted. Puedo amputarle el brazo mientras usted sigue con vida, con todo lo que eso implica. O puedo matarlo con una Maldición Asesina y luego cortarle la extremidad.

—¿Por qué haces esto? ¿Por qué? ¡Yo no te hice nada! ¡Sí, fui un Mortífago, pero no recuerdo haberte visto nunca antes en mi vida!

—Tengo un rostro fácil de olvidar —comentó Dennis—. Pero es cierto, señor Rowle, usted no me hizo nada durante la guerra.

—¿Entonces por qué?

—Una persona necesita pasatiempos. Mire —dijo el joven, al tiempo que abría un maletín negro y sacaba un objeto metálico. Al principio, le pareció un machete, pero luego vio que tenía dientes para serrar…

—¡NO! ¡NO! ¡NOOOO!

—Silencio —dijo el chico, tras apuntarle con su varita, y los gritos de Rowle se volvieron inaudibles—. Esta es una sierra para amputaciones. Últimamente los médicos muggles utilizan sierras eléctricas, pero me temo que en este caso, la magia de las ataduras y otros hechizos que he utilizado aquí podría causarle desperfectos. Prefiero el trabajo manual. Fortalece mis músculos.

“Ahora bien, voy a darle dos opciones, señor Rowle. Usted puede decirme si conoce el paradero de otros ex Mortífagos, o al menos darme una pista. Si lo hace —y dado que está bajo los efectos de la Veritaserum, sé que será honesto conmigo—, lo mataré antes de la amputación. Una muerte rápida y limpia. Si no, entonces va a pasar sus últimos instantes rogando que mis brazos sean lo bastante fuertes como para cortarlo más rápidamente posible. La piel, la carne y los músculos no llevan mucho trabajo, pero los huesos son la parte más difícil, me temo. Y solo cuando haya terminado, lo mataré.

“¿Entendió?.

Rowle asintió con la cabeza, y Dennis desactivó el Silencio.

—Dígame, ¿sabe dónde puedo encontrar a alguno de sus viejos colegas?

—Hace dos años vi a Yaxley en Santiago de Chile…

—Hace un año y medio encontré a Yaxley en Santiago, señor Rowle. Tendrá que darme algo mejor que eso.

Dennis volvió a callarlo con un Silencio y le cortó la manga de la camisa con unas tijeras. Apoyó la hoja de la sierra sobre la piel del brazo, buscando el lugar más apropiado para cortar. Hizo una ligera presión, y empezaron a brotar algunas gotitas de sangre. Luego le devolvió a Rowle el habla.

—¡Maldito seas! ¡Sangresucia hijo de puta! ¡Te mataré!

—¿Puede decirme algo más, o debo empezar el procedimiento?

—Crabbe. Vincent Crabbe…

—Murió en la segunda batalla de Hogwarts.

—Ese era su hijo. Me refiero al padre. Él también logró escapar de Gran Bretaña.

—Eso ya lo sé. Aún no lo he podido hallar.

—Su familia tiene una finca en Uganda. Creo que el Ministerio no sabe de su existencia.

—No, en los archivos que consulté no mencionaban nada de ninguna confiscación de propiedades en Uganda, todas estaban en Gran Bretaña. Es una buena pista, señor Rowle.

—Puedo ayudarte —dijo Rowle, desesperado—. Si me dejas vivir, te prometo que te ayudaré a encontrarlo. Me pondré en contacto con Crabbe, le tenderemos una trampa…

—No está mintiendo. Me entregaría a Crabbe para salvar el pellejo, estoy seguro de eso. Pero no te necesito para eso. Hace ya tres años que vengo dedicándome a esto. Me las arreglo perfectamente.

—Estás loco, estás completamente loco. ¿Para qué te sirve todo esto?

—Silencio.

El Mortífago fugitivo quedó nuevamente incapaz de emitir sonido alguno. Dennis le apuntó al pecho con su varita.

—Soy un mago que cree en el valor de la palabra empeñada, señor Rowle. Avada Kedavra.

***

Cuando Dennis le dijo a Rowle que no estaba interesado en su oro, no fue totalmente sincero. No estaba interesado en el oro que tenía depositado en Gringotts, pues la única forma de obtenerlo era con la ayuda del propietario de la cuenta; después de la aventura de Harry Potter en la bóveda de la familia Lestrange, las medidas de seguridad en todas las sucursales de Gringotts en el mundo se habían vuelto implacablemente rigurosas. Pero sí se quedó con todo el dinero que Rowle llevaba encima, y con los objetos de valor que halló en su domicilio. Hacía lo mismo con todos los Mortífagos.

No obstante, no se consideraba un ladrón en el sentido estricto de la palabra. El dinero que les quitaba era un medio, más que un fin en sí mismo. Lo usaba para pagarse los viajes por el mundo (los Trasladores internacionales cobraban una tarifa elevada), el bote que utilizaba para mutilar y matar a los Mortífagos que capturaba, llevándolos a aguas internacionales para que ninguna autoridad mágica pudiera detectar las Maldiciones Imperdonables, y sobre todo, para su propia cuenta en Gringotts.

La bóveda estaba en la sucursal del banco en Francia, no en la del Callejón Diagon, donde corría el riesgo de cruzarse con personas conocidas. Era una habitación pequeña, que tenía apenas una mesa, una silla y un estante. Sobre el estante había una foto de un adolescente de dieciséis años, rubio y sonriente. Junto a ella, había una urna metálica. Sobre la mesa, había un libro muy grueso.

La mayoría de los Mortífagos desconocían un hecho que Dennis había aprendido a lo largo de los años: la amputación no era la única forma de librarse de una Marca Tenebrosa. La piel de los tatuajes podía ser cortada de los brazos, siempre y cuando su portador estuviera muerto. Pero la amenaza de una amputación siempre era muy efectiva, y en un par de ocasiones Dennis había tenido que cumplirla, al hallarse con un Mortífago realmente leal a sus antiguos compañeros. Aún así, luego de serrar el brazo, Dennis siempre cortaba la piel del tatuaje y desechaba el resto.

El joven abrió el libro y buscó una página en blanco. Mojó su pluma en el tintero y escribió con letra prolija “Thorfinn Rowle”. Luego sacó de su mochila un frasco que contenía la tira de piel, sumergida en una sustancia verde-amarillenta. Extrajo con una pinza la piel de Rowle, y la colocó encima de la página del libro. La página inmediatamente hizo que la piel se adhiriera a su superficie, sin necesidad de usar pegamento. Al cabo de unos segundos, Dennis vio cómo la piel, que había estado blanca como la leche desde su amputación, recuperaba cierto color, como si siguiera en el antebrazo de Rowle. La acarició suavemente, y notó su tibieza. Era como tocar al propio Rowle. La Marca Tenebrosa, que también había perdido algo de color durante sus días en el frasco, volvía a aparecer con la misma intensidad.

Dennis pasó las páginas del libro, mirando las Marcas que había logrado coleccionar a lo largo de los años casi con afecto. Luego levantó la vista hacia el retrato de su hermano mayor, Colin Creevey.

—Ya tengo una nueva, Colin. Esta fue muy fácil.

Como la foto de Colin había sido tomada con una cámara muggle, el chico no se movía, pero a Dennis no le molestaba. El hecho de que estuviera junto a la urna con las cenizas de su hermano le hacía sentir que realmente podía escucharlo.

—Ahora no vas a verme por unas cuantas semanas, quizá un mes. Tengo que visitar a un viejo amigo nuestro en Uganda.

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Autor Cepion

Argentino, nacido en 1986.

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