Literatura clásica: del latín a Harry Potter

No es improbable que “clásico” sea una de las palabras más buscadas en Internet, sobre todo desde que, de un tiempo a esta parte, sirve para designar ciertos partidos de máxima rivalidad. Pero la vida de esta palabra va mucho más allá. El término, derivado de la palabra latina classicus, significa en origen “lo de primera clase”, y pronto se comenzó a aplicar a los escritores dignos de imitar, hasta que más tarde pasó a referirse a la civilización grecorromana, considerada como ejemplo de plenitud.

La definición de clásico que encontramos en los diccionarios incide en esa idea de plenitud y de imitación. Sin embargo, hay algo en ellas que desprende una nota de lejanía y de frialdad que no alcanza a revelar su verdadera dimensión al aplicarla a las nociones de cultura y mundo clásicos. En estos casos lo mejor es acudir a los maestros: para George Steiner lo clásico es aquello alrededor de lo cual todo es permanentemente fructífero.

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Llamamos cultura clásica al conjunto de obras artísticas y literarias, conocimientos, instituciones, lenguas y tradiciones que las civilizaciones de Grecia y Roma nos dejaron como legado sentando las bases de nuestra cultura occidental. Conviene, no obstante, subrayar que nuestra cultura no se ha forjado a partir de la pasiva admiración de la plenitud del mundo clásico ni de la mera imitación de sus logros, sino precisamente a partir del diálogo fructífero con un pasado que nos interroga y nos obliga a un continuo ejercicio de reflexión. Fruto de ese diálogo es el hecho de que tragedias como Antígona o Medea sean capaces de conmovernos 2.500 años después debido a que su mensaje nos sigue proponiendo dilemas sobre los que reflexionar tanto de forma colectiva como individual.

El prestigio del mundo clásico hace que los festivales de teatro grecolatino llenen los graderíos, que las exposiciones sobre temas de la Antigüedad colmen las expectativas, o que las empresas busquen en el repertorio del legado clásico el símbolo que proyecte la excelencia de su producto. Los géneros y temas literarios entonces inventados siguen suministrando materia creativa a los escritores de hoy: es conocido el sustrato clásico que existe en Harry Potter (cuya creadora se formó como filóloga clásica), y a nadie se le escapa la excelente acogida entre el público de las novelas y películas de tema clásico. El nombre de inspiración latina de un establecimiento, la estatua de un dios a la que los aficionados acuden a celebrar un campeonato… Dado que mucho de lo que nos rodea se mira en el espejo de lo clásico, su conocimiento constituye una lente de aumento de la realidad.

Pero a pesar del consenso general acerca del prestigio del mundo clásico, nos encontramos con la paradoja de que, tratándose de su aprendizaje, el interés por la cultura clásica se vuelve residual: “¿Para qué sirve?”, es una pregunta que a los profesores nos resulta familiar. Esta se nos formula, claro, en una lengua que procede del latín y cuyo vocabulario médico, filosófico, científico y jurídico fue forjado en las lenguas de Grecia y Roma por el detalle de que la medicina, la filosofía, la ciencia y el derecho surgieron allí. Tampoco es improbable que esa pregunta sea formulada en una localidad originariamente romana, o bien en el moderno ensanche de una ciudad que fue trazado según las bases urbanísticas con las que Hipodamo de Mileto diseñó el Pireo en el siglo V antes de Cristo. Quizá recorriendo una autopista costera que se superpone a las vías que los ingenieros romanos construyeron con destino a Roma.

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La respuesta se antoja tan obvia que uno se queda preguntándose si es que no se ve. Debe ser que a simple vista no se ve: en un mundo volcado hacia conocimientos a los que se supone una utilidad práctica inmediata, la rentabilidad del conocimiento humanista no resulta evidente a primera vista.

Sólo a primera vista: a través de sus mitos, la cultura clásica proporciona un dominio del lenguaje narrativo que, como apuntaba Martha Nussbaum (premio Príncipe de Asturias 2012), resulta fundamental en la formación intelectual y sentimental de los alumnos, además de influir en el desarrollo de su sensibilidad artística y literaria. Por lo que respecta al griego y al latín, su conocimiento no sólo incide en la mejora de su expresión en la lengua propia, sino que la dinámica de su aprendizaje (el continuo análisis de situaciones) proporciona a los alumnos los mecanismos intelectuales adecuados para afrontar cualquier análisis científico, al tiempo que estimula la conciencia crítica necesaria para conducirse en la época que les ha tocado vivir.

Si hacemos cuentas, resulta que el conocimiento de lo clásico fertiliza mente, corazón y lenguaje: las sedes que conforman nuestra humanidad.


Vía EP

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