Por: Caro
Mayo de 1998
No habÃa diferencias fÃsicas entre ellos dos. Ninguna. Desde el mismo color de ojos, un azul intenso, con ligeros toques marrones, hasta las pecas que cubrÃan generosamente sus narices y mejillas, todo era igual. El color del cabello era exactamente el mismo, del mismo largo y sedoso. Los labios tenÃan el mismo grosor y el tono de voz tenÃa el mismo timbre, logrando unas risas idénticas.
Sin embargo, ella lograba diferenciarlos a la perfección. HabÃa algo diferente entre ellos dos. No en el sentido de que se podÃa diferenciarlos mirándolos atentamente, si no, en su forma de ser, en sus movimientos, en cómo él la besaba, en cómo le hacÃa el amor, llevándola hasta los lugares más insospechados del placer, en cómo le susurraba “te amo†luego de amarse por las noches, escuchando la lluvia caer del otro lado de la ventana.
HabÃan estado juntos dos años, dos hermosos años, decorados armoniosamente con todos los colores. Las altas y las bajas, los sà y los no, habÃan pasado por todo juntos, habÃan fortalecido su relación luego de cada pelea, hasta llegar al punto de poder comunicarse sólo con la mirada, con una caricia. Eso nunca desaparecerÃa. Nunca, por más que ella ahora estuviera sola.
Cerró los ojos, tratando de recordar…
“LlovÃa con toda la fuerza del mundo, como si el universo quisiese destruirse esa misma noche, para luego volver a armarse la mañana siguiente, cuando saliese el sol. A ella no le importaba, aunque estaba algo intranquila. Él se estaba tardando demasiado. Estaba cómodamente sentada en su sillón preferido, sorbiendo un café de filtro, sinceramente horrible, pero reconfortante. Tomarlo a pequeños sorbos le ayudaba a relajar los músculos entumecidos del cuello, duro y adolorido luego de largos horas de intensa lectura en la biblioteca. Se acarició lentamente el vientre, que parecÃa a punto de reventar, con una sonrisa enorme en los ojos. Apenas faltaba un mes y medio para que pudiera llamarse una madre, oficialmente. Esa tarde habÃan estado discutiendo nombres. Él estaba seguro de que serÃa una niña y no querÃa saber nada de nombres de varón. Estaba absolutamente encantado con la idea de tener un bebé y se lo veÃa embobado cada vez que miraba a su esposa, admirando el vientre crecer dÃa a dÃa…
Sintió un ruido y miró hacia la puerta. Lo vio avanzar lentamente hacia ella, con el pelo y la ropa mojados. Se le notaba en los ojos que estaba intranquilo. Algo habÃa pasado. Se inclinó hacia ella y la intentó de besar, pero ella se alejó.
-Tú no eres él. Dime, ¿qué ha pasado?- la mujer se levantó lo más rápidamente que pudo del sillón, tarea algo complicada debido al tamaño de su vientre.
-¿Cómo que no soy él? ¿De qué hablas?- el hombre la miró extrañado.
-Tú no eres él. Eres su hermano, a mà no puedes engañarme. ¿Qué le pasó a mi marido?- exclamó fuera de sÃ.
-Él… me pidió que me hiciera pasar por él, a fin de no lastimarte.- respiró muy hondo- Mi hermano, él…. No pudimos hacer nada para evitarlo. Fue una emboscada, nos traicionaron…-
-¡Calla! ¡No quiero saberlo!
La mujer rompió a llorar, desesperadamente. SentÃa que el dolor se le clavaba como mil cuchillos ardientes por toda la piel, quemándole el alma con vil malicia. No podÃa encontrar un motivo lo suficientemente coherente para darle un porqué a lo que le acababan de decir. El frÃo bajó por su garganta, amargo como la bilis, congelándole la piel, la carne, los huesos, llegando hasta la más recóndita de sus células, deteniendo todo su ser, frenando los mismÃsimos latidos de su corazón, generando un vacÃo amplio, oscuro y frÃo, que dudaba que pudiese ser llenado.
Ella, siempre tan sensata, tan responsable, tan seria y dura, tan fuerte, se habÃa quebrado como una delicada copa de cristal al caerse al suelo. Sus ojos estaban vidriosos y dejaron de llorar, a pesar de que se sentÃa muerta por dentro. Empezó a temblar descontroladamente, como si ella estuviese desnuda en una habitación congelada.
Luego, todo fue oscuridad. Se habÃa despertado, cómodamente abrigada, en su cama, a la mañana siguiente, aunque para ella ya nunca más serÃa de dÃa.â€
Abril del 2000
HabÃan pasado dos años. Su hija correteaba feliz por el jardÃn, sin saber que clase de tristeza cubrÃa los hermosos ojos de su madre, sin saber que suceso la habÃa llevado a convertirse en una mujer retraÃda y callada. Ya no reÃa ni visitaba a sus amigos. Sus padres habÃan desistido en sacarla de ese oscuro limbo en el que estaba, pero ella sólo vivÃa para su hija, su única luz en el mundo, a pesar de que su mirada siempre era oscura. Nunca habÃa logrado superar la muerte de su marido y nadie creÃa que alguna vez lo harÃa. HabÃa caÃdo demasiado hondo y habÃa perdido las esperanzas.
Mientras la pequeña niña correteaba al gato patizambo y de color canela, a su madre se le iluminó la mirada durante unos instantes: allà estaba él de pie, al lado del rosal, sonriendo mientras observaba a su hija. Luego, levantando la mirada lentamente, sus ojos se encontraron y él sonrió. Ella lloró, pero no eran lágrimas como la de todas las noches en la cama, sino lágrimas de alivio, de alegrÃa. Sintió que un peso se levantaba de su pecho y que el aire volvÃa a entrar en sus pulmones, cubriendo cada centÃmetro de piel de un súbito calor. Entonces lo supo: él nunca la abandonarÃa.
La mujer empezó a reÃr y a llorar, mezclando sus emociones en un torbellino que revolvÃa placenteramente su interior. Abrazó a su hija con mucha fuerza, provocando que esta emitiera unas quejas divertidas, mientras sonreÃa, viendo a su madre haciendo lo mismo por primera vez desde ese fatÃdico mayo.
La niña no entendÃa nada, pero ese todavÃa no era su problema, era demasiado joven y todavÃa le esperaban muchos veranos e inviernos para que su madre le contara que habÃa pasado esa tarde. Pero siempre, su padre estarÃa mirándola, con una sonrisa dibujada tanto en sus labios como en sus ojos azules.